Abdul Rahman Ghassemlou Abdul Rahman Ghassemlou, PDKI HQ, Kurdistán iraquí, 1985. © Humberto Morales

Kurdistán: una tierra ajena. El último señor de las guerrillas

Exceso, octubre, 1989, Madrid.

ABDUL RAHMAN GHASEMLU, LIDER DE LOS PESHMERGAS EN UNA LUCHA SIN FIN POR LA APARENTEMENTE UTOPICA REPUBLICA, ASESINADO EN VIENA, COMBINABA LA ACCION CLANDESTINA, LA DIPLOMACIA Y EL MARKETING DE LA REVOLUCIÓN CON UN TOQUE DE HEDONISMO QUE DESPUES DE TODO LO HACIA MAS HUMANO QUE OTROS VIOLENTOS DE ESTOS TIEMPOS.

Como tantos líderes nacionalistas, revolucionarios o guerrilleros de este siglo, el kurdo Abdul Rahman Ghasemlú, un profesor de Economía de 59 años, formado en Francia y Checoslovaquia, fue un camaleón. Chou En Lai era un señorito de la academia militar de Wamphoa, algo así como el West Point Chino; Chou Teh, en algún momento mano derecha de Mao, un terrateniente rodeado de prostitutas y atosigado de alcohol; el abogado Lenin, un apacible jubilado en Ginebra; el Ché Guevara  un médico sin causa que sólo aspiraba a vagabundear a dedo por toda Latinoamérica; Camilo Torres, un sacerdote que predicaba las bondades de la vida eterna antes que las terrenales; Fidel Castro, un alegre hijo de hacendados al que aburrían las diez primeras páginas de El Capital;  Ho-Chih Minh, un polizonte por los mares del mundo.
En algún momento la conversión fue radical para todos ellos, pero Ghasemlú asumiría los roles del guerrillero y el diplomático, del político oriental afrancesado, demócrata de la Internacional Socialista y de comandante de los peshmergas, feroces montañeses en busca de la quimérica república del Kurdistán; una ambivalencia que recorrió hasta el fin, exactamente el 13 de julio último, cuando fue asesinado en Viena junto con otros dos dirigentes kurdos en medio de negociaciones con representantes del gobierno iraní.

El líder, secretario general del Partido Democrático del Kurdistán de Irán (PDKI), podía cambiar casi rutinariamente su flux de corte europeo por el turbante negro y blanco de los guerrilleros, envolverse la cintura con una larga faja de tela y enarbolar una Kalachnikov con la misma suavidad que un vaso de whisky; podía, también, hundirse en los socavones de su cuartel general, el Daftar, y dirigir a su gente como si estuviera frente al televisor en su confortable apartamento de París, o invitar a sus amigos, en ese precario refugio de la clandestinidad, con vinos franceses  y la típica comida kurda, o recitar poemas de los persas Omar Kayam y Hafiz entre los recuerdos de millares de víctimas de los bombardeos, indistintos, de iraníes e iraquíes, o de las masacres desatadas por el Ayatolá Jomeini contra los rebeldes kurdos.

Político y diplomático sin duda hábil, Ghasemlú había ganado prestigio internacional debido a su posición moderada en el diálogo con gobiernos occidentales, tanto que en varias ocasiones sirvió de intermediario para que fuesen liberados rehenes europeos. Contaba que había conseguido la libertad de dos ingenieros franceses pagando el rescate con dinero y algunas kalachnikovs. El gobierno galo se limitó a agradecer su gestión, pero nunca ofreció devolverle el rescate.
Conocí a Ghasemlú una noche invernal de 1983 en el Instituto Kurdo de París. Su jovialidad y sentido del humor me sorprendieron porque tal vez no correspondían a la idea preconcebida de un guerrillero, con su risa fresca y su evidente hedonismo. Me habló de las montañas del Kurdistán, de las noches espesas en las que a veces las estrellas se veían tan cerca que se podían tocar y ni aún su sonrisa podía ocultar la nostalgia de su mirada, algo parecido a una ráfaga de soledad, como si fuera un simple pasajero de este mundo.

Esa misma noche nació una amistad que me llevó a las montañas del Kurdistán en 1985. Comprendí entonces que el mismo escenario, con una tierra que se había vuelto amarilla y los cardos que se levantaban azules en medio de la sequía, como símbolos de tantas penurias, acentuaba las contradicciones: Kurdistán es un país sin Estado; más bien una región de 20 millones de almas repartida entre Turquía, Irán, Iraq y Siria, sin contar unos 250.000 kurdos que viven en la Unión Soviética. La lucha entonces por la autonomía y la eventual república independiente termina siendo casi una utopía, porque no hay un solo amo sino varios, un largo peregrinaje de negociaciones y violencia, con más o menos fortuna de acuerdo con las circunstancias; así, el PDKI  lucha denodadamente hasta contribuir al derrocamiento del Sha y se une a Jomeini, que luego ordena masacrar a sus dirigentes y durante la guerra irano-iraquí pacta con el régimen de Bagdad, que también se vuelve contra los kurdos. Es más en los bombardeos los iraquíes utilizan el mortífero gas mostaza que deja millares de víctimas entre la población civil.

En el fondo, bajo condiciones mucho más difíciles, los rebeldes de las montañas del Kurdistán están aferrados al espejismo de lo que fue la efímera república de Mahabad, en 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el comando de Qazi Mohamed, invadida por las tropas del Sha un año después. Mohamed, líder del recién fundado PDKI y dos familiares serían ahorcados sin contemplaciones en la plaza de Mahabad. Ahora con el asesinato de Ghasemlú, su consigna “Democracia para Irán autonomía para Kurdistán” entra en otro interregno, quien sabe por cuánto tiempo.

Tengo presente el recuerdo de los peshmergas, su rudeza, su convicción de que la tierra propia es un estado del alma a despecho de las fronteras políticas impuestas por los otros, y una alegría de vivir, quizás  porque la vida es un recreo en la eterna lucha y las escaramuzas de la muerte. Con Ghasemlú y los combatientes emprendimos, después del recibimiento en el cuartel general, cordial y generoso, un viaje largo hacia el Kurdistán iraní, montados en mulas. Los peshmergas  iban a pie. Bajo mis piernas, agarrotadas por el cansancio e irritadas por el roce, sentía la dureza de las armas transportadas por las mulas. Cuando por fin creíamos llegar a una cima venía la decepción: siempre había otra montaña por escalar. Infinitas las montañas, fieles compañeras de los kurdos, comprendí también que ellas son la identidad de los combatientes.

Cada noche durante los diez días que pasé en Irán con la guerrilla, dormíamos en pueblos diferentes y siempre la gente nos recibía con generosidad, ofreciéndonos casa y comida. Los civiles son el flanco pasivo de esta guerra. Y éramos recibidos por el jefe del pueblo. En los cuartos alfombrados el dueño de casa preparaba el té mientras los peshmergas descansaban y escuchaban las noticias por radio. Durante esos días compartí las alegrías o el dolor que los embargaba cuando caía un compañero en combate. Ahora pienso en la sonrisa triste de Ghasemlú cuando regresamos al daftar, el cuartel general: había perdido a dos compañeros. “No puedo detenerme a pensar en la muerte”, decía, “y si llegase a morir, no lloren, beban y rían a  mi salud”.

En los últimos 30 años la lucha es incesante, con algunos capítulos triunfales como la ocupación militar de la totalidad del territorio del Kurdistán iraní, al promediar la década del 70, o la cruzada victoriosa de Ghasemlú que con 12.000 combatientes kurdos, los peshmergas, puso en jaque a 200.000 soldados del ejército de la república islámica. En 1979 Jomeini lanza la “guerra santa” contra los kurdos y Ghasemlú vuelve a la lucha armada, e inclusive el PDKI ocupa las ciudades hasta 1980, pero ante los ataques iraníes y el bloqueo económico, decide el repliegue hacia las montañas. Y otra vez, desde las montañas inaccesibles de la región, continúa su guerra de guerrillas contra el régimen iraní, hasta hoy.

El pacto con Bagdad, cuando se desencadenaba la guerra del Golfo en 1980, parecía una opción de hierro: el PDKI instala su cuartel general en una tierra de nadie, en la frontera irano-iraquí. El propio Ghasemlú, a modo de justificación, diría que las relaciones con Iraq “no plantean ningún problema: ambos tenemos un enemigo común y cada uno su propia guerra”.  

No obstante, las relaciones estaban prendidas con alfileres, en parte por la amistad de Ghasemlú con Jalal Talabani, jefe de la oposición kurda iraquí, enemigo de Sadam Husein y en parte porque las bombas de Irán e Iraq no podían o no querían ser selectivas. Así, los Mirage F1 de Bagdad aniquilaron el pueblo kurdo de Halabjá, en manos de los iraníes, y con el alto al fuego Iraq desata una ofensiva deliberada contra otras poblaciones del Kurdistán. La gente aterrada, huye masivamente hacia Turquía, opresora de su propia minoría kurda. Luego, el año pasado, el régimen de Husein comienza una campaña de deportación masiva de kurdos (unas 300.000 personas) y de arabización de las regiones del Kurdistán, al mismo tiempo que extiende la “zona prohibida” que mantenía en la frontera iraní, hacia Turquía y Siria. Todas estas avanzadas no tuvieron sanción de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En medio de tantas frustraciones los rebeldes kurdos se abalanzan sobre otra opción de hierro, aparentemente expedita con la muerte de Jomeini. Ghasemlú, que siempre había sostenido que la solución al problema con Irán era político y no militar, da luz verde a negociaciones que sepultarían al líder kurdo con tres balas en la cabeza y una decena más en los cuerpos de sus compañeros. Un ensañamiento que el PDKI atribuyó a otra traición de los iraníes.

Bien visto, entre los bastidores de la lucha y la diplomacia inevitablemente surgía alguna traición. Ghasemlú siempre se prometía escribir su autobiografía que debía arrancar en 1930, el año de su nacimiento en el norte del Kurdistán iraní. Fue el último hijo de la última esposa de un señor feudal de avanzada edad. El mismo situaba la primera escena de su vida haciéndola coincidir con una reunión entre Simko, un jefe independentista kurdo, y los militares del Sha Reza Palevi. Iban a negociar, pero Simko fue vilmente asesinado en medio de las conversaciones. Mientras corría la sangre de la traición, en una casa cercana se oía el llanto de un recién nacido. “Ese niño sería yo”, decía Ghasemlú, que de haber escrito el libro y sobrevivido al atentado hubiera cerrado el ciclo de su existencia con una apelación a ese inexorable fatalismo oriental.

En las conversaciones con los tres emisarios, Hadje Mostafavi, Jaafar Sahraroudi y Amir Mansur Buzurgián, Ghasemlú estaba acompañado por el representante del PDKI en Europa, Abdulá Gaderi-Azar, y un amigo kurdo iraquí, Fadil Rassul, de nacionalidad austríaca, quien había auspiciado el retorno al diálogo.

Los personajes iraníes tenían credenciales dobles: Sahrarudi, alias Mohamed Rahimi, además de ser comandante de una división de los Guardias de la Revolución, goza de la amistad personal de Hashemi Rafsanyani, elegido en julio presidente de la república islámica: Mostafavi es representante del servicio de inteligencia en el Kurdistán y Buzurgián, supuesto guarda espalda de los emisarios, es agente de los servicios secretos iraníes.

Lo que vino después sucedió como en una novela de John Le Carré, inclusive en Viena, una ciudad que desde la última guerra se ha hecho más famosa por las impunes correrías de espías que por los valses. Fue un miembro del PDKI en la capital austríaca quien llevó a los tres kurdos a un apartamento cerca del hotel Hilton para recogerlos hacia el caer de la tarde. Al cabo de las conversaciones, según la versión de los investigadores, Buzurgián abandona la sala con la excusa de buscar algo en la cocina y deja abierta la puerta del apartamento; mientras él baja las escaleras entra un comando de cuatro o seis hombres provistos de armas automáticas con silenciadores. En unos segundos intrusos acribillan a los kurdos sin dar tiempo a Ghasemlú para incorporarse del sofá. En la refriega es herido Sahraroudi con una bala en la garganta y otra en la mano.

El comando y Mostafavi desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra. En un basurero cerca de la estación Pilgramgasse, a un par de kilómetros del apartamento, la policía encontró una metralleta Uzi de fabricación israelí, dos revólveres con silenciadores y una chaqueta manchada de sangre.  Cerca del apartamento detuvieron a Buzurgián, en la comisaria lo interrogaron, pero bajo el amparo de la inmunidad diplomática quedó en libertad. Durante una semana se asiló en su propia embajada, en Viena, para abandonar el país rumbo a Irán varios meses después.

El PDKI insiste, mientras tanto, en que cuando el régimen de Teherán pidió negociar lo hizo porque tenía en mente el asesinato de Ghasemlú. Si realmente fue así, la trampa, consumada a los cuarenta días de la muerte de Jomeini, luce como un regalo post mortem al Ayatolá.

Seis años después del primer encuentro que forjó una cálida amistad, regresé al mismo Instituto Kurdo de París para unirme a las 2000 personas que acompañaron los restos de Ghasemlú y de Gaderi-Azar, en París, desde la Place de laRepublique hasta el cementerio de Pere Lachaise. Había unos 400 kurdos, algunos vestidos con trajes de peshmerga y heridos de guerra provenientes de distintas partes del mundo, encabezando un cortejo con grandes fotos de ambos personajes. Ghasemlú hubiera querido, estoy segura, dejar sus huesos en las montañas, pero ese último giro lo hundió en tierra de Francia, sin darle tiempo para el acto siguiente.

El Kurdistán es un territorio de 20 millones de almas ocupado por cuatro países sobre una superficie de casi 500.000 kilómetros cuadrados. Hay 10 millones de habitantes en la zona ocupada por los turcos, seis millones en la de los iraníes, 3.5 millones en la de Iraq y 1 millón en la de Siria. La lengua de los kurdos es una rama iraní del indo-europeo y según la leyenda, una derivación del Avesta con el que Zoroastro comunicaba su mensaje. La mayoría de los kurdos son sunitas y se distinguen de los chiitas por una interpretación distinta de la sucesión de Mahoma: no creen en la omnipotencia de los imam, sino en una revelación del Profeta accesible a todos los fieles.

La existencia del pueblo kurdo ha estado expuesta a distintas formas de aniquilamiento decretadas por los países ocupantes. La creación de fronteras políticas contribuyó a separar a tribus enteras, pero la primera división se remonta al siglo XVI, cuando el Sha Safávida de Irán decide unirlo a su imperio. En 1514 el ejército otomano, con la ayuda de los señores feudales kurdos, vence al Sha. A lo largo de la historia se produjeron innumerables rebeliones, siempre reprimidas por la violencia, así como continuos enfrentamientos entre los propios principados kurdos. Un levantamiento ocurrido en 1880, bajo el mando del Sheik Obeidulá, es el primero que busca la unificación e independencia de todo el Kurdistán. Hacia 1918 la derrota del Imperio Otomano y sus aliados intensificaba la lucha de los kurdos por su independencia, reconocida por el Tratado de Sèvres en 1920, pero ese acuerdo, firmado por el sultán otomano, despojado de poder y bajo el creciente movimiento kemalista de Ataturk, en Turquía, quedó invalidado.