Álvaro Mutis © Vasco Szinetar

El regreso de Maqroll

El Nacional, Papel Literario
23 de diciembre, 1990, Madrid.

Hablar de Alvaro Mutis, poeta y escritor colombiano, es hablar de Maqroll el Gaviero, un personaje que llena sus tres primeras novelas y que los lectores asiduos de este autor volverán a encontrar en “Amirbar”, la cuarta, que Mutis presenta esta semana en Madrid, y que ha publicado la Editorial Siruela.

A sus 67 años, Mutis no puede ser encasillado. “Nadie es dueño de nadie –afirma–. Nadie puede caminar una legua al lado de nadie de verdad”.

Vital y sabio, sostiene que en “occidente y en el Mediterráneo, la actitud del hombre hacia la mujer es regresiva”. También cree que el sexo no es inocente que no puede serlo. Afirma que la política contemporánea es “de una banalidad estúpida”, por lo que nunca le ha interesado ni ha acudido a votar. “El ultimo hecho político que verdaderamente me perturba es la caída de Constantinopla en manos de los infieles, en 1453”, dice.

Su nueva obra, “Amirbar”, producto de una contracción del nombre árabe Al Emir Bahr, es un nuevo episodio de las desventuras de Maqroll el Gaviero, un marino trashumante que, en esta ocasión, se adentra en la cálida cordillera colombiana presa de la fiebre del oro.

  — En esta novela, Maqroll abandona el mar y se interna en una mina a la que él bautiza con el nombre de “Amirbar”. Pero los ecos del mar llegan hasta allí reclamándole.

Maqroll es un hombre de mar, sabe que en el mar todo lo que sucede es absolutamente claro. El mar. Como la guerra o la cárcel, te obliga a ser. Allí la mentira no cabe. Cuando estuve quince meses preso sentí la inutilidad de la mentira. Allí eres lo que eres. Nada vale. Vale tu condición esencial de ser humano frente a otros tipos que llegaron que llegaron al cero absoluto, al alto vacío. En “Amirbar”, la experiencia en las minas es perturbante y maligna. Cuando Maqroll entra al centro oscuro de la tierra y huele la humedad y el excremento de murciélago, dice: “Yo no soy de aquí”. Entonces invoca a Amibar y le dice: “Déjame en paz no me atormentes más, ya me voy, ya regreso a lo tuyo, a lo mío”.

— Maqroll va cruzándose con muchas mujeres que se convierten en el recuerdo de un gesto, de un olor, de un instante. Pero luego están las excepcionales. Ellas llegan y se van. ¿Por qué siempre la pérdida de la mujer?

Esta vieja canción que comienza en la Edad Media con los trovadores y se va transformando en posesión de un amante por el otro es una falacia. Nadie es dueño de nadie. Nadie puede caminar una legua al lado de nadie de verdad. Somos, como dijo Machado, dos soledades en una. Esto de que tú eres mía es la más grande falacia en la que caen la mujer y el hombre. No tenemos a nadie, ni a nuestros hermanos, ni a nuestros padres. Es una mentira en la que hemos descansado. Maqroll lo sabe. Su actitud frente a la mujer es: mientras estemos juntos, abrazados y hagamos el amor ya es una maravilla, pero no pienses que va a durar, porque no es cierto. Pertenezco a un mundo donde no hay posesión.

Maqroll es un “homme à femmes”. Con las mujeres tiene un dialogo muy preciso. Si comparten la cama es porque ambos quieren. No hace conquistas, inclusive con prostitutas. El las enamora, pero no en el sentido de la conquista. No hay esta especia de chantaje, esta gran farsa de hacer la corte, con la que el hombre da la sensación de que te vas a casar, que cuando sean viejos sacaran a los nietos al parque, cuando lo que se está pensando es irse a la cama con ella. Maqroll plantea la cosa si funcionan las hormonas, porque no puede ofrecer nada, mañana se va. Es una amistad hecha de respeto por el otro ser. El Gaviero no se enamora, encuentra una cómplice y un ser como él con derecho a su independencia y que no va a someter con el argumento de “yo te quiero mucho, no me abandones”. La palabra amor, y el enamoramiento, es la gran trampa. Él se encanta con una mujer, sobre todo por su manera de ser. Le interesa Dora Estela, quien le dice que no es puta y que hay que enamorarla. Se inquieta porque ella es como él. Ante el desastre absoluto de la vida, tiene que meterle mucho cariño, ese calor agradable, hecho de erotismo y de complicidad.

En occidente y en el Mediterráneo, la actitud del hombre hacia la mujer es regresiva” “Quiero que me quieras, que me cuides, ¿verdad mamá que me estoy portando bien? Desde niño, esto me pareció monstruoso porque estás ignorando un ser y sus dimensiones. Métete con ese ser, no con una especia de vagina ambulante. Maqroll sólo se mete con mujeres que tienen todas las cartas sobre la mesa. Se encapricha con ellas, se encanta. Pero es independiente, nunca actúa como niño, actúa como él. Frente a una mujer es él y lo dice: “Soy un desastre. Conmigo no cuentes para construir ni para establecer absolutamente nada”. En cambio, el hombre que lo que quiere es irse a la cama empieza siendo niño con el chantaje, como en un bolero. Por eso odio los boleros. Con García Márquez, tenemos esa gran divergencia. Odio el bolero, que es el canto del hombre abandonado: “Tú me dejaste, que me engañaste, yo que te quería”, me parece lamentable. Y odio la izquierda, que es el bolero político: “Voy a salvar a los pobres”. Siempre he tenido interés por los perdedores, los loosers son interesantísimos, los winners, en cambio, son unos farsantes, no ganan nada. Cada diez minutos todos tenemos un Waterloo, un Santa Elena.

Maqroll dice que la única victoria es el instante del cuerpo, del placer. Podemos decir entonces que su única victoria reside en el encuentro con la mujer. ¿Encuentro efímero porque siempre la pierde?

Obviamente. Pero no sólo porque la pierde sino porque esa percepción que da la unión de dos seres en el placer dura muy poco. Queda en el recuerdo, pero todo lo que construyas a partir de allí es una farsa, es un chantaje y una invasión brutal a otro ser. Maqroll no se permite pensar que, como me acosté contigo y tuvimos ese instante de comunión, tu eres mía. Sólo queda el testimonio de lo sentido. Pero ¡qué testimonio! Son plenitudes, percepciones totalizadoras donde el ser se expande y se ve en toda su plenitud. ¡Qué maravilla! Ese testimonio de los sentidos es el mismo testimonio de la naturaleza, de su niñez y de su juventud. Nunca volveremos a tener en la vida esa sensación de asfixiante densidad que nos dan ciertos instantes de la niñez y de la juventud, en donde, de verdad, tenemos una percepción del mundo absoluta. Siempre que quieras volver a tener esa sensación de plenitud estarás recreando esos instantes y nunca serán los mismos.

La narración de las travesías de Maqroll por la selva, la tierra caliente o el río le proporciona el recuerdo de un pasado genésico, de la infancia. ¿Es la pérdida de esa infancia lo que desata las futuras y sucesivas pérdidas y fracaso del Gaviero?

Sobre la infancia del Gaviero no he dicho nada. Sólo hago referencias a regiones, olores y sensaciones. En Amirbar, por primera vez, menciona que trabajó de gaviero, en su adolescencia, en un pesquero. Maqroll vive conservando esa especia de paraíso en la tierra que son los olores, los climas y los recuerdos de su juventud, pero ya no los busca. Sabe que eso se perdió completamente, que pertenece al pasado y que ya murió. También sabe que adentro de él no puede dejar morir estos recuerdos porque sería la muerte. Esto sigue vivo adentro, lo protege y salvaguarda de todos los riesgos y aventura en los que siempre se mete con la cabeza fría. Se interesa sólo en la errancia misma, no hacia dónde va. A Maqroll sólo le interesa el ir, el estar yendo siempre. En la novela que acabo de terminar (Abdul Bashur, soñador de barcos), al final de un largo dialogo entre Maqroll y Abdul, que es una especie de ajuste de cuentas con la vida de los dos, cada uno frente al otro y de ambos ante la vida y la muerte, Maqroll le dice: “En la caravana no importa los camelleros ni la carga ni los camellos sino el movimiento que tiene la caravana.” En esta búsqueda de los aserraderos, de las minas de oro, de los cargueros, Maqroll sabe que no hay nada que encontrar, que lo que encontró es lo que tiene adentro, es decir esa intensidad de sueños, de delirios de la niñez y de la juventud. Cuando tienes ese mundo adentro puedes hacer lo que quieras.

—Para Maqroll lo importante es el viaje. En ese sentido es un personaje cavafiano. Pero según Cavafy tiene que haber un destino, una Ítaca. ¿Cuál es su Ítaca?

Esa Ítaca se perdió. Mi niñez y parte de mi juventud la pasé en Bruselas, pero durante las vacaciones regresábamos a Colombia en barco. De esos viajes por barco me quedó un amor por el mar. Hay una plenitud en la vida en el mar, una disponibilidad de tiempo, de sueño y de ejercicio visionario que no tiene límites. Después llegábamos a una finca de café y caña, que fundó mi abuelo y que mi madre siguió manejando en el puro centro de Colombia, en lo que se llama la tierra caliente. Esa finca era para mí el paraíso. Tirado en una hamaca frente a los olores de los árboles de naranjo y zapote llevaba una actividad de lector desaforado, absurda, y vivía mis primeras experiencias eróticas con las recogedoras de café que tenían de inocencia de Pablo y Virginia. Esa inocencia no era tal, pero el marco era así. El sexo, por fortuna, no es inocente, no puede ser. Ese paraíso para mí es todo. Toda mi poesía sale de allí. No hay una línea que no esté referida allá y cuando no está, está referida a lecturas que hice allí, a recuerdos de lecturas, de visiones que tuve de la historia. Me fascina la historia, en cambio la política contemporánea me parece de una banalidad estúpida, nunca me ha interesado, ni he votado jamás. Todo lo que ha sucedido en el pasado me fascina. Este paraíso a mí me permite como Maqroll, vivir lo que sea.

—Cuál es la diferencia entre Maqroll y Alvaro Mutis

A Maqroll lo hago ir hasta las últimas consecuencias de todos sus actos, hasta llegar al cero absoluto. Yo no he sido capaz de hacerlo porque, entre otras cosas, me gusta vivir bien, me gustan los buenos vinos, la buena ropa, las mujeres guapas y una serie de cosas que se deben considerar burguesas. Cada día trato de ser un burgués más completo. Maqroll prescinde de todo esto y en cada caso va hasta el cabo de la cuerda, no para ver qué hay, sino lo que le pasa a él. Sabe que no hay nada, en ninguna parte hay nada. La errancia no es un propósito, es sencillamente una necesidad. No va buscando el paraíso, éste se perdió. No puede quedarse quieto porque no tiene sentido. No es un soñador ni un hombre de grandes interrogaciones fuera de las que tuvo en el cañón de la Curiara donde se descubrió adentro a tres maqrolles. Esa es una experiencia que yo tuve. Es igual estar aquí quieto que moverse, entonces me voy a mover. La última curiosidad que le queda es la movilidad de los seres humanos, la diferencia entre sus pequeños derrumbes, sus derrotas miserables, sus supuestas grandes victorias que son más miserables que las derrotas. Maqroll los mira con asombro y dice “que imbéciles son”.

—Cuando te refieres al testimonio de los sentidos ¿qué quieres decir?

Cuando digo testimonio de los sentidos me refiero a los sentidos y a la persona. Ese cuerpo es ella, es el alma misma. Eso es una de las pruebas de la existencia de Dios. Una de las grandes dificultades que he tenido desde niño es entender cómo se puede ser ateo. No entiendo cómo alguien puede prescindir de una explicación trascendente de sí mismo. El materialismo dialectico siempre me pareció una monstruosidad horrible que no puede sino producir la pesadilla siniestra de Stalin. Naturalmente desemboca en la KGB. Nunca he participado en política, jamás he votado y el último hecho político que verdaderamente me perturba es la caída de Constantinopla en manos de los infieles, en 1453. Soy gibelino, partidario del imperio y no del poder temporal de la iglesia, con la que la iglesia chantajeó durante toda la Edad Media hasta llegar a Alejandro VI Borgia y luego a Lutero. Me parece que el momento más grave que se ha vivido en Europa fue Canoisa, cuando el Sacro Emperador Apostólico Romano Germano se arrodilló ante el Papa. Ahora, otra cosa es la presencia de Dios en la tierra, a través nuestro, y la vigencia maravillosa, espeluznante e inexplicable del Sermón de la Montaña, eso es algo deslumbrante.

—¿Entonces hay un retorno a ese comienzo divino?

Es nuestra condición divina. En la infancia, antes de entrar en todo este mecanismo entorpecedor y mental, tenemos esa sensación plena de que estamos frente a una creación maravillosa y que nosotros mismos lo somos. Esa sensación que en la infancia es una convicción, luego pasa por la mente. Hace unos meses murió mi hermano, que fue un amigo entrañable. Mi hermano, cuatro años menor, que nació en Bélgica, fue mi cómplice y referencia. Convinimos que el primero que muriera incineraría al otro y echaría las cenizas en el río de la finca. Fui con mi hijo para que viese como tendría que hacerlo conmigo y estando allí tuve una percepción muy intensa de dos cosas, simultáneas y opuestas: lo que era la casa, que habían hecho mi abuelo, mi madre y mi hermano, estaba destruida, mientras que los olores, la montaña, los cafetales, es decir el paisaje permanecía intacto. Me dije: “! ¡Caray qué barbaridad, qué presencia, qué fuerza inmensa hay en todo esto! Estoy más vivo que nadie y Leopoldo mi hermano está más vivo que nadie rodando entre unas cenizas bellísimas”. Cenizas como talco blanco, con chispas azulencas grises, finísimas como las hojuelas de la avena. Se parece mucho a la coca cuando no está muy cortada. Ese día vi la destrucción y la ausencia de los lugares construidos y la presencia intacta de la naturaleza.

—La muerte es doble: por una parte nos arranca un ser querido, pero lo más terrible es que va borrando y diluyendo los recuerdos convirtiéndolos en una caricatura plasmada en una foto o en un nombre sobre una lápida fría y silente.

Esas son las grandes trampas del olvido y de la memoria. Las de la memoria consisten en varios procesos: primero, tú nunca recuerdas plenamente un determinado instante, recuerdas pedazos, trozos, de ese instante, mientras otros se quedan en la oscuridad. Maqroll no vive la muerte como una terminación de nada. Tiene la convicción de que la muerte la ha ido construyendo. Es esa vieja verdad de que comienzas a morir en el momento en que naces. Ahora, cuando llega a sorprenderte es de idiota ¿no? Se cumplió. Creo en la teoría de Rilke, que está en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, de que nosotros vamos construyendo dentro nuestra propia muerte. Maqroll la completa con la certeza de que la peor desgracia que puede pasar es que te llegue una muerte que no hayas alimentado y formado. Para él la muerte es una cosa muy seria y hay que ponerle cuidado de orden estético y espiritual.

—En las lecturas de Maqroll siempre hay una alusión a los crímenes políticos de la historia, a los móviles y a la inutilidad de estos. ¿Por qué?

Uno de los destinos históricos que más me inquieta, y no me agota nunca, es Julio César. Ese es el ejemplo más completo y más rico en consecuencias y en la forma de presencia del destino que tiene la historia. El asesinato de Julio César fue absoluta y totalmente inútil. Bruto no ganó nada. Lo que construyó fue una tiranía manejada por un astuto como Augusto que estaba esperando entre bambalinas a que este ser brutal y desbordado se quemara, como se quemó entre los cuchillos de los conspiradores. Todo crimen político es inútil. Siempre me han obsesionado los conspiradores y la inmolación sacrificial de un ser, con un destino señalado al que hay que matar. En política tú no matas a cualquiera. Juan Sin Miedo mata a Orleans porque sabe exactamente donde está golpeando. Estás matando a la rama de la que va a salir otra estirpe de reyes. El crimen produce un cambio, pero no es el que ellos soñaban. Estás matando por una razón secreta, sacrificial, mítica. Estás matando a tu padre, estás matando lo totémico. Y la racionalización, la disculpa, es mentira y Bruto lo sabe. Lo terrible es que Bruto, en el instante en que mata a César, sabe que está destruyendo al César que había en él, al gran romano de la estirpe republicana, no estos republicanos lamentables de hoy, sino la Republica austera y ciceroniana. La mata en César y en él. Era mentira lo de la farsa del tirano. El crimen político tiene un sentido estrictamente de holocausto y sacrificial. César va al senado, aunque su mujer le diga que soñó que lo mataban, aunque otras personas le digan que no vaya y aunque se lo dicen los Idus de marzo, él va porque debe ser sacrificado. Pero todo sacrificio es inútil.

Libro de Alvaro Mutis
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