Iraqui Kurdistán
Frontera turca-iraquí, 1991.

¿Y dónde están los kurdos?

El Globo, Suplemento Dominical, 29 de diciembre, 1991, Caracas.


Carne de molienda periodística al término de la guerra del Golfo, la nación kurda aún enfrenta, de nuevo fuera de los noticieros estelares el drama cotidiano de su supervivencia.
Carol Prunhuber, escritora y periodista venezolana radicada en Madrid, es una especialista en temas del Oriente Medio y la cuestión kurda.

El pequeño cuerpo exangüe de un niño kurdo muerto por inanición, un padre llorando sobre la tumba de su hijo, una joven al lado de su viejo padre caído al borde la carretera, una anciana implorando ayuda, a piedad, quién sabe a quién, miles de manos levantadas en espera de un pedazo de pan. Estas y tantas otras imágenes despertaron la indignación de la opinión pública. Pero estas escenas no eran nuevas. La muerte, el dolor, la humillación y las injusticias han asolado durante siglos al pueblo kurdo.

Desde la primera división del Kurdistán en el siglo XVI, entre el imperio otomano y el safávida persa, los kurdos han perecido bajo las espadas, lanzas, balas y cañones de todos aquellos en cuyos imperios o Estados quedaron sus tierras. Pero el genocidio de este pueblo ha crecido en horror y dimensiones en el siglo XX, siglo del progreso, la tecnología y la defensa de los derechos humanos. Y el mundo entero ha mantenido un silencio cómplice.

Después de la guerra del Golfo y el rebullicio de la frustrada rebelión kurda y las forzosas migraciones, cubiertas por los ejércitos aliados y las cámaras de la televisión occidental, un silencio, quizá más despiadado, se ha impuesto. El anunciado Nuevo Orden Internacional ha sido benévolo con Sadam Husein, cuyo gobierno, aún de pie, se rehúsa a entablar negociaciones con representantes kurdos. Una vez más, parece demostrarse que los frutos de cualquier diálogo siempre serán para los kurdos o la muerte o el engaño.

Víctimas de la guerra y de la paz, utilizados y abandonados, los kurdos son los nuevos mártires de la historia. Entre 1925 y 1935, 700.000 kurdos perecieron o fueron deportados por Mustafá Kemal,
Padre de la moderna república turca. El Kurdistán fue borrado de los mapas turcos y un pueblo entero dejó de existir.

UNA PALABRA ABOLIDA

A partir de 1924, la palabra Kurdistán es abolida, y según la Enciclopedia científica de ese país, sus habitantes son “turcos de la montaña que olvidaron su lengua”. Catorce millones de seres, que no son turcos ni árabes ni persas, pertenecientes a la raza indoeuropea, con una cultura y lengua milenarias, dejaron de ser lo que son, kurdos. La aniquilación de la identidad kurda continuó en las provincias del Este,  como llaman las autoridades al Kurdistán. Durante 40 años fue declarada zona prohibida a los extranjeros. El ejército ocupó la zona e impuso la ley de la fuerza. El gobierno turco comenzó a lavarse la cara cuando pronunció su deseo de integrarse a la Comunidad Europea. Se le exigió el respeto de los derechos humanos. Pero, so pretexto de amenaza a la unidad del país, ha continuado la represión y negación del pueblo kurdo. Tras la ocupación de Kuwait por Irak en 1990, el gobierno de Ankara suspendió la aplicación de la convención europea de derechos humanos en el Este y el Sureste del país. Pero en realidad el Kurdistán turco siempre ha sido excluido de la aplicación de dicha convención. Recientemente, el régimen ha legalizado la utilización del idioma kurdo hablado, pero no puede usarse en público, ni escrito ni en la enseñanza escolar.

En Irán, los kurdos tienen derecho a usar su idioma, pero tanto el gobierno imperial del Sha como la república islámica no han escatimado esfuerzos en suprimirlos. En 1979, el ayatolá Jomeini lanzó la Guerra Santa contra ellos. Las ciudades, bombardeadas sin piedad, fueron abandonadas. Miles de personas se refugiaron en las montañas fronterizas con Irak, durante la guerra irano-iraquí. Ambos países aprovecharon para destruir, con misiles y aviones bombarderos, los pueblos y ciudades kurdas. La guerra de las ciudades, en 1985, produjo conmoción en los medios de comunicación. Mientras Teherán y Bagdad se herían a muerte, los cientos de miles que morían en Kurdistán pasaban inadvertidos.

En Irak, los regímenes que se sucedieron ofrecieron respetar los derechos de los kurdos mientras fueron débiles. Una vez asegurado el poder, comenzaba el martirio y la destrucción. El horror se volvió insoportable cuando Sadam Husein ordenó la utilización de armas químicas contra veinte pueblos y sus civiles indefensos. Pero esto no era sino la continuación de una campaña de exterminio que había comenzado en 1975. Más de 4.000 pueblos fueron destruidos. Dos millones y medio de personas fueron deportadas, 70.000 desaparecieron y comenzó la arabización sistemática de las ciudades kurdas petroleras. Tras el acuerdo de Argel de 1975, Sadam Husein declaró zona prohibida varios kilómetros de la frontera con Irán. Esta franja se transformó en una tierra de nadie donde todo hombre hallado en ella, si era analfabeto, era encarcelado, y si sabía leer y escribir, era ejecutado.

SILENCIO CÓMPLICE

Una vez más, el mundo entero guardó silencio cómplice. No olvidemos que el 77% de los ingresos de petróleo extraídos del Kurdistán sirvieron para comprar tanques, aviones y bombas soviéticas, Mirages y helicópteros franceses. Compañías alemanas construían fábricas con fines bélicos gracias al suministro de piezas para bombas de España y los productos de base de Bélgica, Suiza e Italia. Por ello ningún Estado condenó a Sadam Husein por el uso de armas químicas ni tampoco exigió que la ONU enviase una misión. La administración norteamericana inclusive impidió la aplicación de una resolución del Senado que exigía sanciones contra el gobierno de Bagdad. En 1989, Francia convocó una conferencia internacional sobre armas químicas. Las principales víctimas, los kurdos, no pudieron participar y tampoco se condenó a Irak.

Tras la guerra del Golfo se habló de un nuevo orden internacional basado en el derecho y la justicia, pero no para los kurdos, considerados ciudadanos de segunda, como solía decir Abdul Rahmán Ghassemlú. Este líder kurdo iraní fue víctima del terrorismo de Estado ejercido impunemente por el  gobierno persa contra la oposición. A finales de 1988, Ghassemlú, secretario general del Partido Democrático del Kurdistán iraní (PDKI), fue invitado, por enviados del presidente Hachemí Rafsanyani, a negociar secretamente. La cita fue en Viena. Jalal Talabani, líder kurdo iraquí, fue el intermediario. No hubo acuerdo.   

En julio de 1989, los iraníes propusieron un nuevo encuentro. Jomeini acababa de morir. Ghassemlú creyó que Rafsanyani lo necesitaba para poner fin a la cruenta guerra que duraba desde 1979. Ghassemlú y sus dos acompañantes fueron acribillados durante las negociaciones en un apartamento de Viena. Fue un crimen político ejecutado por asesinos profesionales con pasaportes diplomáticos iranís. Dos de ellos fueron detenidos por la policía austríaca, pero fueron liberados poco después. Austria, un Estado de derecho europeo, cedió ante la presión de un Estado terrorista. Pero qué importa. Los kurdos no existen. No tienen Estado y tampoco lo apoya ningún gobierno. No hay que rendir cuentas a nadie. Matar kurdos es un acto que permanece impune, ya sea un líder en Europa o cientos de miles en el Kurdistán.

PUEBLO Y MONTAÑAS

Este pueblo que no le rinde culto a la muerte, sino a la vida, gracias al cinismo, ha tenido que soportar siglos de violencia. ¿Por qué? Por preservar su identidad. Orgullosos de su pasado, los kurdos, descendientes de los medas, guardianes del  templo de Zoroastro, han tomado las armas contra sus enemigos. Sus peshmerga, guerreros que “van delante de la muerte”, defienden  su derecho a la vida. Pero el dolor atávico permanece anclado en sus miradas. Todo aquel que ha podido contemplar esa nostalgia lejana, parecida a sus altas montañas, comprenderá el refrán kurdo: “Los kurdos sólo contamos con el apoyo de nuestro pueblo y las montañas, nuestros únicos amigos, que siempre nos han protegido”.

Estas imponentes montañas, que los han salvado del exterminio, han sido escenario de un éxodo masivo. Estos hombres y mujeres, orgullosos y hospitalarios, aún en la pobreza, mendigaron ante las cámaras de televisión, peleándose por un pedazo de pan y un poco de agua. Tuvieron que morir cientos de miles en ese éxodo agónico para que, por una temporada, el mundo abandonara su silencio cómplice, ese que ahora parece otra vez abrazar.

Carol Prunhuber


Refugiados kurdos, campo Isikveren, frontera de Turquía e Irak, 1991. © Alamy stock photo.