Theodora

Castillo de Elizabeth Bathory. © vampirelegends.wordpress.com

Entonces se llamó mujer

Por Luis Alberto Crespo

El Nacional, Papel Literario,
Caracas, 12 de febrero 1989.

Sabrina Mervin y Carol Prunhuber fueron a la búsqueda de los grandes mitos femeninos a través del mundo pero sin moverse de París. Tomaron el camino que llevaba a las bibliotecas, los archivos, las enciclopedias y tardaron meses, recabando noticias de  las mujeres (reales e imaginarias, humanas y diosas) que convirtieron los oficios humanos y divinos en leyenda, en mito. Descubrieron, así, que entre Lucy, nuestra primera madre negra, nuestra madre-simio, Isthar, la dama de Babilonia, Hine Titama, Eva, La Virgen María o nuestra María Lionza había rasgos comunes no sólo en sus facciones verdaderas y ficticias, sino en sus rasgos simbólicos. Igual vecindad hallaron entre la Amaterasu, de la civilización japonesa, Dewa Sri, de la Civilización del sudeste Asiático e Ixquic, de la civilización Maya-quiché. Si Pandora atesora las desdichas del mundo, Sherezada conjura lo atroz con inventos de su boca, mientras la Gioconda deja su apariencia de mujer de un célebre don nadie y se entrega a lo eterno por una sonrisa. Reina, la mujer ha gobernado pueblos  y corazones, se llamó Reina de Saba, Sita, Cleopatra, la Papisa Juana o Isabel Perón. Su canto dijo el corazón y los peligros del embrujo con las Sirenas, Oum Kalsoum, Amalia Rodríguez, Edith Piaf o la Callas. El amor la hizo patrona del placer y sirvienta del infortunio, como La Pompadour, La religiosa portuguesa, Karen Blixen, Isolda, Lou-Andrea Salomé, su oficio de forjadora de sortilegios y equívocos comenzó desde antiguo desde que Murasaki Shikibu, en el siglo XI, escribió la primera novela del mundo.

En ese menester gustó del travesti hasta en el atavío con George Sand, Safo y sembró el terror elaborando historias cruentas hasta llegar al paroxismo de Agatha Christie. Excesivamente real, supimos que era Bonnie Parker, Angela Davis, Rosa de Luxemburgo, la señora Mao, o la Reina Victoria. Fue a la vez carne y sueño con Marilyn, Greta Garbo o La Malinche. Femmes: les grands mythes féminins à travers le monde, fue editado  en París por Hermé en 1987. A esas féminas dadoras de vida y muerte, mitad celestiales, mitad terrestres, pertenece Erzsébet Bathory, incluida en el libro y de la que se tiene abundoso informe atroz por diligencia de varios autores. He aquí el más espeluznante.

Introducción y versión L.A.C. 

 

La Condesa sangrienta
(Hungría 1560-1614)

Erzsébet Báthory se negaba a envejecer. Para preservar su piel de los embates del tiempo, tomaba baños de sangre, la sangre de muchachas a las que ordenaba dar muerte lentamente en las mazmorras de su castillo. A medida que su piel blanqueaba su alma ennegrecía…

Las costumbres brutales del feudalismo permanecían ancladas en ese siglo XVI húngaro. La invasión de los turcos sustrajeron al país de los progresos del Renacimiento. Buda fue escogida como capital por los invasores mientras los Habsburgo residían en Viena, en Presburgo o en Praga. Y los señores húngaros se acantonaban en sus tierras.

Erzsébet nació en el seno de la familia Báthory, célebre ya por sus excesos. Era un linaje de guerreros, famosos por su coraje; algunos se habían distinguido por sus buenas acciones, otros, por sus inclinaciones a la lujuria y la violencia. Desde su más tierna edad, Erzsébet buscó la compañía de los peores elementos de su familia. Al de su tía Klara, por ejemplo, quien tuvo cuatro maridos, dio muerte a los dos primeros y llevó una vida tumultuosa antes de conocer un fin trágico. Fue capturada por un pashá, violada por toda una guarnición y apuñalada. En cuanto a su joven amante, lo hizo freír en un asador.

Su tío Etienne, rey de Polonia, sufría de “crisis cerebrales”, es decir de una enfermedad asaz extendida entre los Báthory: la epilepsia. Algunos cayeron en la verdadera demencia. Itsván, el antiguo paladín de Transilvania, quien emprendió la fuga llevándose consigo las cajas del tesoro del país, confundía las estaciones y se paseaba en trineo por la arena. Gábor se creía poseído por el diablo…

El destino de Erzsébet estuvo asociado al de una familia mucho más calmada, la de los Nadasdy. A los once años estuvo oficialmente casada en Ferencz y al año siguiente fue enviada a casa de su futura suegra, quien debía de encargarse de su educación hasta el momento del matrimonio, como lo exigía la costumbre. Erzsébet no mostró mucho entusiasmo por la austera vida de los Nadasdy, ni por los deberes de la ama de casa que le habían asignado. Ella prefería montar a caballo.

La boda fue fastuosa. Después de un mes de festividades, la pareja viajó a instalarse a Csejthe, puesto que tal había sido el deseo de Erzsébet. Ella amaba ese castillo lúgubre, plantado sobre una colina y próximo de los bosques profundos poblados de brujas y de hombres-lobos. En esa región de los Cárpatos, situada en la frontera austro-húngara, las artes adivinatorias y las supersticiones sin cuento mantenían estrecho vínculo con los antiguos cultos del sol y de la luna, cuyos más profundos secretos Erzsébet acogería en los inmensos sótanos de ese castillo.


Sin embargo, ella se hastiaba en el castillo. Su marido se iba a guerrear contra los Turcos de Amurfat III y la dejaba mucho tiempo sola, con su invitados, los cuales dejaron ya de divertirla. Había querido recibir a su familia, pero los Báthory, demasiado fantasiosos para el gusto de los Nadasdy, eran mantenidos a distancia. Las temporadas que ella pasaba con Ferencz en la corte de Viena constituían sus únicas distracciones. Tuvo que ponerle fin a esas visitas cuando flaqueó la salud  de su marido. Erzsébet tenía entonces cuatro hijos y se acercaba ya a los cuarenta años. Pero esta hermosa morena de mirada de acero, que se teñía el pelo de rubio, a la manera veneciana, mostraba siempre un aspecto joven. Pasaba días enteros ocupados en su toilette y muchas horas contemplando su rostro ante su espejo preferido. Ninguna arruga estropeaba su piel satinada que causaba la admiración de todos.     

Esta resistencia a los embates del tiempo descansaba sobre las atrocidades. Un día, la condesa mandó a abofetear a una de sus sirvientas, hasta hacerla sangrar por la nariz. La sangre manchó el rostro de Erzsébet quien después de lavarse, notó que en ese sitio su piel era más blanca, más transparente. Desde ese día, tomó baños de sangre humana.

La asistían dos  viejas brujas sin dientes. Jó Ilona y Dorkó, y un horrible jorobado, los cuales la ayudaban a torturar antes de dar muerte. Y estaba también Darvulia, quien escogía a las niñas y había iniciado a la Condesa en el placer de hacer sufrir. La banda tuvo más de seiscientas víctimas. Necesitan muchachas jóvenes, altas y vírgenes, quienes eran atraídas al castillo bajo el pretexto de servir en él. Luego las conducían a los sótanos y las encerraban en celdas donde aguardaban su triste suerte. Las ataban con cuerdas muy apretadas, las golpeaban hasta morir, agujereaban sus cuerpos con agujas, las sajaban con navajas y les cortaban las venas de sus brazos. “La dueña siempre recompensó a las viejas cuando torturaban con éxito a las muchachas, contó una de sus compañeras, durante el proceso. Ella misma arrancaba la piel con unas pinzas y cortaba entre los dedos.  Las hacía conducir a la nieve, desnudas y rociar con agua fría. Ella misma las rociaba y en consecuencia las muchachas morían…”

La carnicería llegó hasta el paroxismo después de la muerte de Ferencz Nadasdy. Ordenó que le fabricaran su “Virgen de hierro”, a la imagen y semejanza de la de Núremberg. Una máquina  de tortura. Y enceguecida por su alocada pasión no se contentó con la sangre joven de sus sirvientas sino que deseó la sangre azul de los nobles. Cada vez tomaba menos precauciones en ocultarse.

Inevitablemente, fue descubierta y juzgada. Sólo sus cómplices comparecieron en el proceso, a fin de evitar el escándalo en el seno de las ilustres familias Báthory y Nadasdy. Pero todas las pruebas estaban contra ella: testigos, objetos de tortura y un pequeño carnet donde ella anotaba los nombres y características de sus víctimas. Fue condenada a permanecer tapiada para siempre en su castillo, donde vivió tres años y medio, sin pronunciar palabra alguna de arrepentimiento.

Sacher-Masoch encontró una fuente de inspiración en esta historia, relatada bajo la forma de una narración intitulada Agua de juventud. Desde entonces, quien fuera llamada por los Húngaros “La Bestia” resurge de tiempo en tiempo en la literatura, en el teatro, en el cine… ¡e incluso a la ópera!

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Abdul Rahman Ghassemlou


Elizabeth Báthory . Copia del retrato original, perdido en 1585. © Wikipedia.